Lo que las estadísticas del 25N no cuentan
27 de noviembre del 2024
Autor: Yasmín Salazar Méndez
Imagen: Freepik
Blanca tenía el rostro hinchado, y el dolor que recorría su cuerpo le impedía descansar desde hacía varios días. A pesar de las molestias, caminó casi una hora para llegar al centro médico más cercano, en una comunidad rural de la provincia de Bolívar. Ese día, tuvo suerte: la médica estaba presente, la atendió y encontró insumos básicos para curarle las heridas. Sin embargo, mientras la examinaba, algo en el relato de Blanca no cuadraba. Decía que había sido una caída, pero los morados que se extendían por sus brazos y espalda parecían contar otra historia, una que la médica acertó fácilmente.
Finalmente, Blanca admitió que su marido, ebrio, la había golpeado tres días atrás, en la madrugada. Sus hijos habían presenciado todo. Cuando la médica le sugirió presentar una denuncia, Blanca, entre lágrimas, respondió: “No puedo. Él podría matarme. Además, en el fondo es bueno”. Para complicar aún más la situación, el agresor era la única fuente de ingresos en el hogar. Así, la historia de la supuesta caída se convirtió en la única verdad oficial, tanto para la médica (el Estado) como para la propia víctima.
El caso de Blanca no es aislado. Según la Encuesta Nacional sobre Relaciones Familiares y Violencia de Género de 2019, seis de cada 10 mujeres en Ecuador han sufrido algún tipo de violencia a lo largo de su vida. En el área rural, el 62,8% de las mujeres reporta haber vivido violencia, un porcentaje ligeramente menor que en las zonas urbanas (65,7%). No obstante, cuando se trata de violencia física, la ruralidad supera a las ciudades: 38,2% frente al 34,4%.
Estas cifras, ya preocupantes, podrían no reflejar la realidad completa. Las limitaciones para denunciar, las barreras culturales y la falta de acceso a servicios básicos en las zonas rurales dificultan creer que el nivel de violencia que sufren las mujeres en estos contextos sea menor que en las áreas urbanas. Lo más probable es que historias como la de Blanca, que quedan fuera del registro oficial, se multipliquen.
El Ecuador rural enfrenta condiciones que agravan la vulnerabilidad de las mujeres. Denunciar es, para muchas, una verdadera odisea. En comunidades con infraestructura precaria, un viaje al centro urbano puede significar caminar horas, pagar un transporte que no siempre está disponible o abandonar el trabajo agrícola que sostiene a la familia. Así, denunciar se convierte en un "lujo" inaccesible.
Las plataformas digitales, que podrían facilitar los trámites, tampoco son una opción para quienes carecen de conexión a internet, dispositivos electrónicos o incluso alfabetización básica. A esto se suma la violencia económica: aunque muchas mujeres trabajan en la producción agrícola junto a sus maridos, la mayoría no percibe ingresos propios, ya que los hombres suelen controlar las tierras y las finanzas del hogar.
El caso de las casas de acogida refleja también la vulnerabilidad de las mujeres rurales. En la página web del Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos se indica que existen 29 centros de atención y casas de acogida que brindan asistencia psicológica, legal y médica, o sirven como refugio para mujeres víctimas de violencia y sus hijos. Sin embargo, la mayoría de estos centros están concentrados en ciudades grandes, lejos de las mujeres que más los necesitan.
A los obstáculos geográficos se suman barreras culturales profundamente arraigadas en muchas comunidades rurales. Los roles de género tradicionales y el machismo, combinados con la dependencia económica de las mujeres hacia sus parejas, perpetúan un ciclo de violencia difícil de romper. Para muchas, alzar la voz no solo implica riesgos personales, sino también el rechazo de la comunidad o el aislamiento social.
La educación desempeña un papel fundamental en este contexto. Según la Encuesta Nacional Empleo, Desempleo y Subempleo (ENEMDU) de 2023, mientras que en las zonas urbanas el promedio de escolaridad es de 11,4 años, en las zonas rurales apenas alcanza los 7,8 años. Esta brecha no solo limita las oportunidades laborales, sino también el acceso a información sobre derechos y recursos disponibles. Sin educación, las mujeres carecen de las herramientas necesarias para conocer sus derechos, lo que a su vez restringe sus oportunidades para romper el ciclo de violencia.
Como se mencionó, la falta de acceso a la educación y las barreras culturales siguen siendo obstáculos importantes en las zonas rurales, perpetuando así la violencia de género. Se habla mucho sobre este problema, pero sigue persistiendo, y debemos seguir alzando la voz hasta que todas vivamos en paz. La violencia de género no solo destruye vidas, sino que también tiene consecuencias económicas y sociales significativas.
Según el investigador Arístides Vara Horna, la violencia contra las mujeres le cuesta a Ecuador alrededor de USD 4.608 millones al año, equivalente al 4,28 % del PIB. Estos costos incluyen atención médica, gastos judiciales, pérdida de productividad, y el impacto psicológico en las víctimas y sus familias. En el caso de las mujeres rurales, estas cifras podrían ser aún mayores si se consideraran las pérdidas agrícolas derivadas del ausentismo o la incapacidad para trabajar.
A nivel social, la exposición constante a la violencia normaliza estos comportamientos en las nuevas generaciones. Niños y niñas que crecen en hogares violentos están en riesgo de reproducir estos patrones, perpetuando un ciclo que parece no tener fin.
Defiendo firmemente la existencia del Ministerio de la Mujer, pero creo que para que cumpla su rol de manera efectiva, es necesario priorizar programas específicos para las comunidades rurales. Estas estrategias deben incluir
Mayor inversión en casas de acogida:
Es esencial ampliar la cobertura de estos refugios, garantizando que lleguen a las zonas rurales, donde muchas mujeres aún carecen de acceso a espacios seguros. Aunque estos centros son vitales para romper el ciclo de violencia, a menudo enfrentan problemas de financiamiento.
Fortalecimiento de la educación y prevención:
La educación es clave para romper estigmas y empoderar a las mujeres desde temprana edad. Se deben diseñar programas educativos dirigidos a niñas y mujeres adultas, mientras que los hombres también deben ser educados para comprender que la violencia contra la mujer no es parte de la cotidianidad y que destruye vidas.
Acceso a justicia:
Las autoridades deben implementar mecanismos que acerquen los servicios de justicia a las áreas rurales, como puntos de atención comunitaria, facilitando así el acceso a la justicia para todas.
Autonomía económica:
Fomentar proyectos que promuevan la independencia económica de las mujeres rurales es indispensable para romper el ciclo de violencia. Esto incluye formación en emprendimientos (de verdad) y acceso a créditos adecuados.
Recopilación de datos más precisos:
Es una tarea urgente mejorar la recopilación de datos sobre la violencia de género. Muchas voces no son escuchadas porque las metodologías actuales no logran captarlas adecuadamente. Es necesario ir más allá de las estadísticas superficiales y agregar realidades específicas de las comunidades rurales.
Blanca y las miles de mujeres rurales que enfrentan violencia representan una deuda pendiente del Estado y la sociedad ecuatoriana. En el marco de los 16 días de activismo por el 25N, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, no podemos limitarnos a repetir cifras generales. Es hora de reconocer las voces silenciadas y colocar a estas mujeres en el centro de las políticas públicas. Solo así daremos el primer paso hacia un país donde todas las mujeres, sin importar su lugar de residencia, puedan vivir sin miedo.
Más allá de las estadísticas, existen voces ignoradas: mujeres que ni siquiera conocen el 25N, pero que viven a diario diversas formas de violencia. Es ahí donde deben concentrarse nuestros esfuerzos y luchas.
ARTÍCULO PUBLICADO POR: Primicias.Ec
LINK DEL ARTÍCULO ORIGINAL: https://www.primicias.ec/opinion/yasmin-salazar-mendez/estadisticas-25n-cuentan-violencia-mujeres-84111/
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